Por Lucía Hernández
Las lluvias no paran. Aguardo el cambio de semáforo en la esquina, a una cuadra de casa. Miro las olas de los charcos que los carros lanzan sobre mis zapatos desgastados y, de nuevo, me siento exhausta.
Hoy no quiero secar mis pies sola; el calor del chocolisto no será suficiente. Camino en otra dirección. Paula habrá de estar disponible.
Llego y ahí está, sonriente, con su pelo tan bien dispuesto y sus pechos tan bien envueltos en el blusón rosado.
Apenas el saludo. Mi rostro expresa lo suficiente. Nos sentamos la una frente a la otra, estiro mis piernas sobre las suyas. Medias y zapatos al suelo, y la tibieza de sus manos me aprieta con suavidad los dedos calados.
El agua se calienta; hablamos de las rutinas, del clima, hasta que mi mirada le advierte que hoy prefiero el silencio. Se concentra en los preparativos y, mientras pone mis pies en el agua, con toda su delicadeza, pregunta: ¿quieres también un masaje o solo vas a pintarte las uñas?
Las lluvias no paran. Aguardo el cambio de semáforo en la esquina, a una cuadra de casa. Miro las olas de los charcos que los carros lanzan sobre mis zapatos desgastados y, de nuevo, me siento exhausta.
Hoy no quiero secar mis pies sola; el calor del chocolisto no será suficiente. Camino en otra dirección. Paula habrá de estar disponible.
Llego y ahí está, sonriente, con su pelo tan bien dispuesto y sus pechos tan bien envueltos en el blusón rosado.
Apenas el saludo. Mi rostro expresa lo suficiente. Nos sentamos la una frente a la otra, estiro mis piernas sobre las suyas. Medias y zapatos al suelo, y la tibieza de sus manos me aprieta con suavidad los dedos calados.
El agua se calienta; hablamos de las rutinas, del clima, hasta que mi mirada le advierte que hoy prefiero el silencio. Se concentra en los preparativos y, mientras pone mis pies en el agua, con toda su delicadeza, pregunta: ¿quieres también un masaje o solo vas a pintarte las uñas?
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